Opinion

Muerte y vida

Sergio Sarmiento
Analista y periodista

2014-10-30

Distrito Federal- A medio camino entre el equinoccio de otoño y el solsticio de invierno, en un momento en que los días se acortan y las noches se alargan, en un ambiente que se hace cada vez más frío, es natural pensar en la muerte. Lo hacían los antiguos celtas cuyo Samhain se festejaba del anochecer del 31 de octubre al anochecer del 1ro de noviembre. Lo hacían también los católicos europeos con la fiesta de todos los santos, el 1ro de noviembre, y el día de los fieles difuntos, el 2 de noviembre. Los antiguos pueblos de Mesoamérica, si bien en otras fechas, también rendían culto a los muertos.
Los distintos festejos confluyen en el México moderno. El viejo Samhain ha llegado a nosotros a través del Halloween y a pesar de la resistencia de los puristas ha capturado la imaginación de muchos, especialmente niños. Las antiguas tradiciones prehispánicas se han fusionado desde hace siglos a las celebraciones católicas del día de muertos. En Mixquic o en Pátzcuaro, como en otros lugares del país, puede verse esta convergencia de tradiciones.
Los mexicanos hemos sabido siempre reírnos de la muerte. Por eso comemos calaveritas de azúcar con nuestro nombre y colocamos en las ofrendas a los muertos no sólo caña o frutos de temporada sino también ese tequila o mezcal que apreciarían. En Xochimilco las representaciones de La Llorona y del Nahual están hechas para asustarnos, supongo, pero nos hacen reír de manera nerviosa después del momento de terror. En eso no somos muy distintos de nuestros vecinos del norte.
Ellos tienen sus calabazas en vez de las calaveritas y sus disfraces en lugar de las ofrendas. Pero en las dos tradiciones se registran esfuerzos similares por reconocer la presencia de la muerte con un toque de humor, como para convencernos de que no le tenemos miedo.
Este año quizá sea más difícil el recuerdo de los muertos. Si por un momento pensamos que la violencia había dejado de ser parte de nuestra vida cotidiana, los acontecimientos de los últimos tiempos nos han dado un mentís.
Las ejecuciones de Tlatlaya y las desapariciones de los normalistas de Ayotzinapa demuestran que la muerte y la violencia siguen siendo compañeras constantes de los mexicanos. No hemos dejado atrás el México bárbaro.
Y, sin embargo, cuando más deprimido me sentía, me tropecé ayer con la gráfica del día, el #Dailychart, que el semanario británico The Economist divulgó por Twitter.
Según una medición del Pew Research Center (pewglobal.org) para el Global Attitudes Survey, Egipto se encuentra hasta el fondo de la tabla de satisfacción con la vida con 11 por ciento, mientras que Kenia tiene 14 y Ghana 25. Otros países más prósperos tienen mejores registros, como Francia con 51, Alemania con 60 y Estados Unidos con 65 por ciento. En la cumbre de toda la lista, sin embargo, está México con un índice de satisfacción de 79 por ciento.
¿De dónde surge la satisfacción de vida en un país agobiado por la pobreza y la muerte violenta? No lo sé. Pero la encuesta de Pew no es la primera que concluye esto. Los mexicanos estamos satisfechos con nuestra vida no porque lo tengamos todo, que no lo tenemos, sino porque tenemos muy poco pero lo que tenemos lo apreciamos.
La vida y la muerte van necesariamente de la mano. Sin la muerte la vida no tendría sentido. Quien lo tiene todo suele estar insatisfecho porque desea lo que no se puede alcanzar.
A medio camino entre el equinoccio de otoño y el solsticio de invierno, en este momento en que la muerte se hace presente con tanta violencia que hasta nuestra milenaria celebración de los muertos nos pesa, quizá debamos festejar esa satisfacción de vida que de manera sorprendente nos coloca en el primer lugar del mundo.

Erotismo y muerte
El año pasado estuve en Halloween en San Diego donde las mujeres desfilaban por las calles con disfraces no sólo de terror sino de erotismo. Recordé las palabras de Georges Bataille: “Erotismo es asentir a la vida incluso en la muerte.”

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