Yuriria Sierra
Periodista
Distrito Federal— La narrativa nacional va de tragedia en tragedia, de llanto en llanto. Parece que no salimos de una desolación cuando ya entramos en otra. De lo ocurrido antier en Cuajimalpa, me quedo con la certeza de que los mexicanos seguimos siendo esa grandiosa comunidad solidaria, generosa, heroica, siempre tan dispuesta a dar la vida, de ser necesario, para salvar la de un ser humano que peligre. O al menos un importantísimo sector de hombres y mujeres que, tan pronto escucharon el estallido, acudieron al lugar que se había convertido en un inesperado infierno en Contadero y, sin pensárselo dos veces, ingresaron por el espacio posible de un terreno baldío. Directo hacia la zona del siniestro. Con sus piernas, sus manos, sus brazos –esas alas de los ángeles de carne y hueso–, sin más herramientas que su corazón de héroes, comenzaron a retirar escombro tras escombro, en busca de cualquier indicio de vida. Ellos y ellas primero, los vecinos de Cuajimalpa, llegaron al hospital en ruinas y comenzaron a rescatar a las personas que habían quedado, literalmente, sepultadas. A devolver a los bebés la posibilidad de vivir esa vida que apenas daba sus primeras bocanadas de aire, cuando el fuego y el polvo casi las apagan. A estos mexicanos y mexicanas es a los que, sin conocerlos personalmente, verdaderamente amo. Los que me devuelven el enorme orgullo de haber nacido en ésta y no en otra tierra, el enorme privilegio de ser su compatriota, el eterno agradecimiento por su incuestionable generosidad, entrega y empatía para con sus semejantes. Estos mexicanos de ayer, en Cuajimalpa, me trajeron de regreso esa entrañable postal que en mi infancia me regaló mi más profundo sentimiento de pertenencia e identidad. Ayer, Cuajimalpa me demostró que ese gran latido, tan mexicano, no se había extinguido en el 85…
Junto a ellos, minutos más tarde, los bomberos y los cuerpos de seguridad; primero los capitalinos, prontísimo los federales. Esas estampas que redimen a los cuerpos del orden (tan dolorosamente contaminados de un tiempo para acá), siguen contando con mexicanos de primera que cumplen decorosa y admirablemente con su misión. Ese policía con esa criatura en brazos es una esperanza de salvación para la deshonra que tantos sujetos, esos otros, impresentables mexicanos, le han traído al uniforme.
Me quedo con los mexicanos y mexicanas que realizaron largas filas a las afueras de los hospitales en que se encontraban (varios de ellos todavía se encuentran) los 66 heridos del derrumbe. Mexicanos que no pudieron acudir con sus brazos a retirar paneles y vigas al lugar de la tragedia, pero que llevaron esos mismos, sus brazos, a las clínicas habilitadas para donar su sangre. Todos ellos, que llevan esa nobleza tan mexicana corriendo por las venas: mismas que pusieron inmediatamente a disposición de quien las necesitaba. Esa sangre espléndida, tan leal y profundamente caritativa…
Con ésos, que son los más, que son los tantos, los muchos mexicanos. Y con ésa, su verdadera grandeza es con los que me quedo. No así con los que inmediatamente acudieron, pero a ese muladar de la mezquindad en el que se han convertido las redes sociales a hacer chistes de mal gusto, a inventar conspiraciones, a verter bajo la forma de infames sospechosismos o farfulleros señalamientos, todo el rencor que han anidado desde la retórica del odio. No con ellos; con esos mexicanos que se han vuelto canallas y a los que la tragedia ajena pareciera sólo moverlos (ni siquiera creo que conmoverlos) cuando ésta empata con sus intereses, cuando le es útil al despliegue hipócrita de su agenda y sus consignas. No, con esos mexicanos no.
Pero con ese México tan fuerte, con su gente tan solidaria, gente buena, gente de enorme y generoso corazón, con ése es con el que me quedo. Ése que otorga su ayuda desinteresadamente, ése que no necesita del ruido para hacer algo por los demás, ése que no exige nada a cambio cuanto extiende sus brazos, ése que no lucra, que no trafica con el dolor ajeno, ése México y ésa su gente, que no condiciona su entrega pero, sobre todo, que no necesita intermediarios para tomar a su propia gente de la mano. Es al que amo, es mi México, el otro, el de la bondad incuestionable, con éste es con el que me quedo.