Pascal Beltrán Del Río
Analista
Distrito Federal— En México conocemos bien la práctica de dar un paso adelante y luego dos en reversa.
Parecería que por cada evolución potencialmente positiva en nuestra vida pública, aparece algo que eventualmente revierte el cambio.
Podríamos encontrar muchos ejemplos de ello, pero tres vienen al caso por tratarse de cosas que pegan en el centro de nuestro ser social.
La primera es la democracia. Luego de muchos años de lucha por salir de un sistema de partido de Estado, la presión de la ciudadanía dio lugar a la creación de un instituto que garantizaría la celebración de elecciones libres y limpias, cuyos resultados fueran incuestionables por la calidad técnica de su organización.
Hasta mediados de los años 90, el país no contaba siquiera con un padrón de electores confiable; la credencial para votar no tenía fotografía, y los organismos electorales a nivel federal y estatal eran encabezados por funcionarios del gobierno.
La Reforma político-electoral de 1995-1997 introdujo cambios de fondo en el escenario electoral y por primera vez en la historia posrevolucionaria la oposición política obtuvo triunfos en cascada: alcaldías, gubernaturas e incluso la Presidencia de la República.
El desenlace es bien conocido, y fuente de una buena parte de nuestra desazón: los partidos políticos convirtieron en un banquete para varios lo que antes había sido una fiesta particular del PRI.
Y para garantizar que el acceso a los recursos públicos se siguiera repartiendo entre las tres principales fuerzas políticas, éstas tomaron el control del IFE, la institución ciudadanizada encargada por los impulsores de la reforma para hacerse cargo de la democracia como bien de la nación.
Así como se reparten el presupuesto y los cargos de elección popular, se repartieron los puestos en el Consejo General del IFE —hoy transformado en INE—, al que han manipulado a su conveniencia, cambiando las reglas del juego tantas veces como han querido.
La segunda contrarreforma es la educativa. Ésa ha ocurrido más rápido que la anterior. Nuevamente, los intereses han pervertido los cambios que se dieron por una demanda ciudadana: que el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación dejara de ser una caja registradora que devora recursos públicos y procura favores políticos sin siquiera dar a cambio una educación de calidad.
La reforma, promulgada hace apenas dos años, fue motivo de grandes esperanzas. Por décadas, el gasto público en educación se dilapidó en la nómina de un gremio cuyo tamaño real era desconocido para las propias autoridades, y no sirvió para elevar los niveles de conocimiento de la población.
Gracias a la reforma, los mexicanos sabríamos realmente cuántos maestros dan clase y dónde. Asimismo, los educadores serían sometidos a evaluaciones y concursos de oposición. Se acabarían las comisiones sindicales. Y los profesores que faltaran a clases sin causa justificada por la ley serían sancionados y los reincidentes, despedidos.
Para acabar con el malgasto de recursos que los estados habían realizado desde que la descentralización administrativa de la educación les encargó el pago de los salarios del personal encargado de la enseñanza –y, también, para evitar que los gobernadores fuesen chantajeados por el SNTE o sus disidentes radicalizados–, la Federación asumiría el control de la nómina magisterial.
Todo aquello sonó maravilloso hasta que el gobierno federal comenzó a ceder ante el chantaje de la CNTE, acostumbrada por años a doblar el brazo de los gobernadores mediante movilizaciones.
En los estados controlados por ese grupo –Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas–, el censo de los maestros se frustró parcial o totalmente. Y comenzó un proceso de negociación sobre cuántas plazas realmente existen en esas entidades.
Especialmente en Guerrero y Oaxaca triunfó la contrrareforma de la mano de la protesta callejera violenta. La población de esos dos estados –de los más pobres del país– puede estar segura que en los años por venir sus hijos no recibirán una educación de calidad, cuando menos en el sector público. La tercera contrarreforma es la que ha ocurrido en los terrenos de la transparencia, la rendición de cuentas y el uso eficiente de los recursos públicos. Esos son otros avances que llegaron a convertirse en ley merced al empuje ciudadano.
Ahí el que lleva la batuta de la contrarreforma es el Poder Legislativo. Fue el que aprobó en 2002 la Ley de Transparencia. Es la casa de quienes más se llenan la boca hablando de rendición de cuentas y juzgando la eficiencia del gasto del Ejecutivo, pero, como es fácil ver, esa casa vive en la más absoluta oscuridad.
Su presupuesto nunca ha dejado de crecer, incluso en tiempos de crisis económica. Es triste decirlo: el pluripartidismo nos ha salido carísimo. Tres fuerzas políticas comen donde antes sólo comía una y aquí no hay nadie que proponga ponerle más agua a los frijoles. El apetito de los diputados y los senadores simplemente no tiene límite.
Mientras los primeros tratan de tapar el ojo al macho reduciendo su gasto anual en 100 millones de pesos, los segundos no muestran siquiera ese pudor y de plano se aumentan el salario. Por si fuera poco, el Senado incrementó 30.4% la bolsa que destina al pago de sus asesores.
La clase política mexicana ha querido decirle al mundo que éste es el país de la reformas. Lo que le falta decir es que a menudo también destaca por dar dos pasos atrás por cada uno que da hacia adelante.